Ginferno es conflicto. Nace en 1997 con un rifle debajo del brazo, como lucha entre las personalidades de sus integrantes, cada cual con su manera particularísima de interpretar, de componer, de improvisar; los instrumentos abriéndose paso a codazos, cada canción un asedio, la conquista de una plaza fuerte en la que los estilos musicales luchan, pactan, capitulan o se aniquilan, el mambo cargando contra el rockabilly, que a su vez ataca al calypso, el cual, aliándose en el último instante con una raga hindú, se hace con la victoria; no hay prisioneros, cada canción se fabrica con los despojos de las caídas en batalla. También los miembros de Ginferno se alistan, caen, desertan y vuelven a enrolarse: el grupo comenzó siendo un trío, pasó a cuarteto, de nuevo trío, quedó en dúo, y justo cuando todo parecía perdido vuelve como cuarteto. Quizá haya sido la cercanía del fin lo que ha exorcizado a Ginferno, que trece años después lleva el conflicto a otros territorios: no lo elude pero no lo incorpora, regurgitándolo para alimento de sí mismo.
Ginferno son lo más parecido a una institución del Madrid subterráneo. Una banda atípica que lleva casi una década demoliendo las fronteras del rock con una originalidad prácticamente inédita en nuestro país. Durante todo este tiempo mareando la perdiz, han estado al borde del abismo en más de una ocasión, espaciando sus comparecencias en los escenarios con periodicidad guadianesca y acumulando toneladas de material en el estudio que no acababan de concretarse.
Las cosas han cambiado mucho desde que Ginferno cortaron la baraja con su álbum homónimo de 2003, publicado al alimón por Alehop!, Beat Generation y Gssh Gssh. El surf de ecos morriconianos y aires post-punk de aquel bautizo discográfico ha ido evolucionando hacia nuevas vías de expresión, en parte gracias a unos cambios de formación que han terminado de cohesionar la caótica metodología compositiva del grupo. Aunque sus nuevas canciones perpetúan su espíritu polifacético y salvaje, por fin consiguen establecer puentes entre sus requiebros instrumentales y el formato canción. Si como ellos mismos aseguran, antes sonaban como si se estuviesen cayendo por unas escaleras, ahora abrazan otro tipo de estructuras en el que hacer cuadrar cada cosa en su sitio con precisión melódica. Todo un logro que desbarata los prejuicios iniciales de quienes desconfiaban de una orientación hacia territorios más “convencionales”.
Pero de eso nada, porque el nuevo paso de Ginferno es de gigante. Si antaño sabían sacar el mejor partido posible a la confrontación melódica de sus partes, ahora aciertan a pulir las melodías. Mantienen intacto el carácter iconoclasta y casi esquizofrénico, pero lo afinan con una elaboración más premeditada. Suenan más compactos que nunca, demostrando que un grupo es algo más que la suma de sus partes. Y aunque muchos echaremos en falta el cariz incendiario de la guitarra de Ramón Moreira, existen nuevos y excitantes motivos para mantener la fe en el proyecto capitaneado por Dani Fletcher (guitarra) y Federico Levenfield (batería en el suelo). Con Kim Warsén (artista multidisciplinar y garganta aguardentosa) plenamente asentado en el núcleo duro de la banda y la gozosa incorporación del swing mutante de Javier Díez-Ena (contrabajo) y Dani Niño (saxo) se amplía todavía más el rango expresivo, abriéndose hacia unas influencias intuidas en el pasado y que a día de hoy surgen ya como plenamente asimiladas: boogie saharaui, ritmos andinos, asonancia thai, conga africana…