Cada verano cruzábamos la península de norte a sur en un destartalado Renault 18 para pasar las vacaciones en casa de mis tíos. Era un viaje marcado por los golpes de calor y el olor a vómito. Mi padre tenía una selección de cintas de la canción en español: Raphael, Julio Iglesias, Adamo y Dyango orquestaban cada kilómetro del largo recorrido. Para mi hermano y para mi aquella era una prueba de resistencia que no soportábamos más allá de algún tema puntual, por lo que más pronto que tarde luchábamos porque mis padres accediesen a poner la radio, toda nuestra ilusión en manos del pincha discos de cualquier emisora de ámbito nacional; con suerte caía algo familiar, la canción del verano o alguno de esos temazos synth pop plagados de sonidos marcianos. Esa tregua no duraba y, finalmente, mi padre volvía a poner una de aquellas viejas cintas. Recuerdo atravesar el Puerto de Pajares, un paisaje de montañas y niebla que siempre captaba mi más absoluta atención. El capricho quiso que la cinta elegida por mi padre fuese en esta ocasión aquella recopilación de los Beatles de portada amarillenta; tras los últimos acordes del tema anterior, una cadencia de siete mínimos golpes de batería a la que seguían seis delicadas notas de guitarra eléctrica engarzadas en cuatro toques de bajo imponían un punto y aparte al párrafo de todo lo escuchado hasta ese momento... Something ya sonaba en toda su majestuosidad mientras las imágenes resbalaban por la ventanilla, el color gris empañándolo todo de tristeza, los muros de piedra resquebrajados por el tiempo, los ojos vidriosos de las vacas que pastaban en las praderas. Y fue en ese preciso instante cuando sentí por primera vez el gran poder que la música tiene para amplificar un estado emocional. Something in the way she woos me! En mi interior, el cine mudo moría dando paso a la primera de mis películas sonoras.
Desde entonces, se ha repetido con frecuencia el milagro de la música adecuada en el momento adecuado: The Headmaster Ritual un viernes por la tarde en el bar del instituto, la banda sonora de Amarcord en aquel cine de barrio mientras acercabas tu mano a la suya, el Rhythm is a Dancer de Snap! en el viaje de estudios a Mallorca, el primer concierto... el primer festival. Canción a canción, se va construyendo la partitura, repleta de canciones maravillosas y canciones horribles; música que cumplió su propósito y quedó por siempre archivada en alguna carpeta polvorienta a la que volvemos con nostalgia, en ocasiones para compartir, acaso para poblar nuestra soledad. I don't want to leave her now, you know I believe and how.
¿Qué lugar ocupa la música en tu vida? ¿Con qué melodía comenzó todo? Acaso lo has olvidado. ¿Con qué canción ha de terminar? ¿Eres de los que se acercan al escenario o de los que prefieren contemplarlo todo cómodamente desde la distancia? ¿Hay alguien a tu lado compartiendo ese momento o estás solo? ¿A qué tribu musical perteneces? Ante algunas canciones uno se pregunta: ¿Quién las escuchará? Y ante ciertas personas: ¿Qué escucharán?… y al final, canciones y personas se encuentran. Los festivales nos lo ponen fácil, varios días de encuentros entre todo tipo de músicas y públicos. A lo largo del año, depositamos toda nuestra esperanza en que los programadores de emociones vuelvan a acertar y en que, durante esos pocos días, los que suben al escenario sean capaces de convertir las ondas sonoras en sentimiento puro. You're asking me will my love grow, I don't know, oh I don't know.
No son pocos los festivales que en este santo país hay y no es fácil navegar entre tanta y tan dispersa información. De ahí que todos los que en este sitio trabajamos nos hayamos propuesto dar cierto orden y concierto a esa vastísima maraña de nombres y sonidos; si en mayor o menor medida conseguimos encauzar, complementar y/o amplificar vuestra ilusión, habremos cumplido con creces la nuestra.