Tras un sueño reparador y unos pinchos por el tranquilo barrio de Miribilla, comenzamos nuestra expedición a Kobetamendi. Nos dirigimos hacia otro de los puntos de partida de los autobuses, San Mamés. Allí pudimos contemplar las ruinas del viejo estadio del Athletic y las obras del nuevo, ya que están pegados (alguien se debe estar forrando...). Enorme cola de nuevo, pero mucho más ágil que la del B.E.C., merced al mayor número de buses funcionando. Entre chavales con las bolsas de botellón y guiris con él ya en las venas, llegamos otra vez al mismo punto del día anterior: nos esperaba otra caminata cuesta arriba. El primer objetivo del día era Benjamin Biolay y, cómo no, ajustamos tanto el horario que sólo pudimos ver tres canciones. Servidor no conocía más que el nombre del artista francés, y así me quedé, que uno necesita algo más que un par de temas para formarse una opinión. Decepción para mis acompañantes, fans de Biolay, que quedaron con la miel en los labios. Una pena.

El siguiente de la lista era Mark Lanegan, al cual iba a ver por cuarta vez. Actuaba en el escenario Live! Stage, que nos pareció pequeño para un tipo del palmarés de Lanegan. La organización sabrá por qué lo programó allí. Justo cuando empezaba el concierto, coño, caen unas gotas, vaya cielo más oscuro, ummmm, cada vez llueve más, ya no son gotas, son gotones, y al poco rato la cosa se suspendió porque el chaparrón era más que considerable. Tormentón de verano en toda regla. Todos los escenarios pararon y corrimos a refugiarnos dónde buenamente pudimos: bajo árboles, mesas, sillas, en los puestos de comida, en los baños (que, por cierto, el primer día estaban sin luz, con los inconvenientes que eso conlleva). La cosa se había puesto fea y sólo unos pocos despreocupados se atrevían a desafiar a la lluvia, probablemente por la influencia de sustancias ajenas a la fisiología humana. Tras algo más de una hora de diluvio empezó a aflojar, y entonces aparecieron los bomberos para comprobar que cableado e instalaciones estaban en condiciones para reanudar el festival (eso sí, los conciertos cancelados, The Vaccines y Mark Lanegan, así quedaron) . Dieron el ok y ese fue el momento en que hicieron el agosto los puestos de merchandising, ya que si no vendieron todas las camisetas disponibles para sustituir las mojadas, poco faltó.

Una vez superadas las vicisitudes metereológicas, llegó el turno de Klaxons, absolutos desconocidos para mí, así que tuve la oportunidad de descubrir lo bien que sonaban temas como “Golden Skans”, “Gravity's rainbow” o “Echoes”. New Rave, Dance Punk, Indie Rock, pongan la etiqueta que quieran, guitarras y baile al fin y al cabo, con los que hicieron que nos olvidásemos de la ropa empapada y los pies embarrados en un santiamén. Un concierto de los que se hace corto, lleno de energía y buen rollo, muy propio de un festival.

Ese día los cabezas de cartel eran Kings of Leon, a los que ya había visto en Gijón en el 2004, en el añorado festival Crossroads, donde ofrecieron uno de los más lamentables ejemplos de desidia que yo haya visto en un escenario, más preocupados de atusarse melenas y bigotes que de la música. Nueve años después, y ya sin extras capilares, siguieron dándome tal sensación de falta de sangre que pensé que iban a entrar en shock hipovolémico. Esta vez no fue una cuestión de dejadez, sino de falta de garra a la hora de defender unas canciones que son buenas, pero no acaban de llegarme. Como para gustos, colores, el público coreó convenientemente hits como “Use Somebody”, “Sex on fire” o una cortísima “Molly's Chamber”, mientras el que suscribe esperaba decepcionado el fin de la actuación.

Y llegó el momento de llenar el estómago, para lo cual no dudamos en encaminar nuestros pasos al puesto de paella, la que alfombraba el suelo el día anterior (bueno, espero que no fuese exactamente la misma....). Para nuestra sorpresa, aunque el arroz estaba pasado, cosa previsible, no sabía mal. De hecho, acabamos el plato, que era una buena ración. Desde luego, para tirarla como si viniera de Chernobyl no era.

Una vez hecha la degustación, al escenario principal a ver a PIL, es decir, a Johnny Rotten dando alaridos con su pinta de hooligan sesentón ante una audiencia mayoritariamente veinteañera, que supongo se preguntaría, quién era ese señor de la barriga. A pesar de todo, Rotten cumplió, y tras un par de horas bastante bailables, rápidamente a la carpa Vodafone para no perdernos ni un minuto de “Cénit”, el espectáculo con el que Standstill presentan su último disco, “Dentro de la luz”. Tengo que reconocer que durante los dos primeros temas me dediqué a echar un vistazo a un foro de ciclismo smartphone mediante (estábamos en pleno Tour de Francia, y además, cada uno tiene sus vicios), pero las maravillosas canciones me atraparon sin remedio. Esa mezcla de poesía, sensibilidad y potencia es arrebatadora e invita a cerrar los ojos y dejarse llevar, pero las atractivas proyecciones (pinturas medievales, vidrieras o figuras difusas) y los juegos de luces haciendo diversos efectos (túneles, mantos...) obligan a abrirlos de par en par, de manera que uno recibe un estímulo audiovisual de una intensidad difícilmente descriptible. Y la voz de Enric Montefusco, ¡qué voz! ¡qué forma de cantar! Sólo puedo decir que nadie debería perdérselos en directo, de hecho, tendría que ser obligatorio por ley. Parafraseando al famoso intelectual y torero: “Im-presionante”.

Con los sentidos exhaustos por la hiperestimulación de Standstill, y dado que difícilmente veríamos algo mejor esa noche, nos fuimos a casa más que satisfechos de haber acudido al BBK 2013, ya que el grupo barcelonés bastó para amortizar el abono. (continuará)

19/07/2013
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